viernes, 27 de noviembre de 2009

lunes, 23 de noviembre de 2009

A JUGAR CON EL BASTÓN


Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó un hermoso anciano con los lentes de oro, que caminaba encorvado, apoyándose en un bastón, y precisamente delante del portón se le cayó el bastón.

Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le sonrió y dijo:
— Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo.

Y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que antes.

Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no sabía qué hacer.

Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo montó a horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo, un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededor del patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros.

Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino el mismo mango encorvado.

— Quiero probar de nuevo –dijo Claudio, cuando logró recobrar el aliento.

Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas –y el patio era un inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos, para ver aparecer el oasis.

“Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo por tercera vez.

Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa, y Claudio llegaba siempre el primero a la meta.

Después, el bastón fue una motonave y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.

Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico, el mango lúcido, el viejo herrete. La tarde pasó rápida entre aquellos juegos.

Hacia la noche Claudio se asomó hacia la carretera, y he aquí que ve al viejo con los lentes de oro.

Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada de especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el paseo.

— ¿Te gusta el bastón?, preguntó sonriendo a Claudio. Claudio creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo señal de que no.

— Tenlo, tenlo, dijo. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes volar, yo sólo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro y será lo mismo.

Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a un niño.


Gianni Rodari


Caperucita Roja


Erase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.

- ¡No Roja!

-¡AH!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: "Escucha Caperucita Verde..."

- ¡Que no, Roja!

- ¡AH!, sí, Roja. "Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de patata."

- No: "Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel".

- Bien. La niña se fue al bosque y se encontró a una jirafa.

- ¡Qué lío! Se encontró al lobo, no a una jirafa.

- Y el lobo le preguntó: "Cuántas son seis por ocho?"

- ¡Qué va! El lobo le preguntó: "¿Adónde vas?".

- Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió...

- ¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!

- Sí y respondió: "Voy al mercado a comprar salsa de tomate".

- ¡Qué va!: "Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino".

- Exacto. Y el caballo dijo...

- ¿Qué caballo? Era un lobo

- Seguro. Y dijo: "Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle".

- Tú no sabes explicar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle?

- Bueno: toma la moneda.

Y el abuelo siguió leyendo el periódico.

EL SOL Y LA NUBE

El sol viajaba por el cielo, alegre y glorioso sobre su carro de fuego, lanzando sus rayos en todas las direcciones, a pesar de la rabia de una nube de humor de temporal, que rezongaba.
Despilfarrador, mano rota, regala, regala tus rayos, verás cuántos te van a quedar. En los viñedos cada grano de uva que maduraba sobre los sarmientos robaba un rayo al minuto, o también dos; y no había una brizna de hierba, o araña, o flor, o gota de agua, que no se tomase su parte.
Deja, deja que todos te despojen: verás como te lo agradecerán, cuando no tengas nada más para regalarles.
El sol continuaba alegremente su viaje, regalando rayos por millones, por miles de millones, sin contarlos.
Solamente al ocaso contó los rayos que le quedaban: y fíjate, no le faltaba ni si quiera uno. La nube, de la sorpresa, se disolvió en granizo.
El sol se zambulló alegremente tras el horizonte.
Gianni Rodari

Uno y siete

He conocido un niño que tenía siete años. Vivía en Roma, se llamaba Paolo, y su padre era un tranviario. Pero vivía también en París, se llamaba Jean, y su padre trabajaba en una fábrica de automóviles.

Pero vivía también en Berlín, y allá arriba se llamaba Kart, y su padre era un profesor de violonchelo.

Pero vivía también en Moscú, se llamaba Yuri, como Gagarin, y su padre era albañil y estudiaba matemáticas. Pero vivía también en Nueva York, se llamaba Jimmy, y su padre tenía una gasolinera.

¿Cuántos he dicho ya? Cinco. Me faltan dos:

Uno se llamaba Ciú, vivía en Shanghái y su padre era un pescador; el último se llamaba Pablo, vivía en Buenos Aires, y su padre era escalador.

Paolo, Jean, Kart, Yuri, Jimmy, Ciú y Pablo eran siete pero siempre el mismo niño que tenía ocho años, sabía ya leer y escribir y andaba en bicicleta sin apoyar las manos en el manillar. Paolo era triguero, Jean era blanco y Kart, castaño, pero eran el mismo niño. Yuri tenía la piel blanca, Ciú la tenía amarilla, pero eran el mismo niño. Pablo iba al cine en español y Jimmy en inglés, pero eran el mismo niño, y reían en el mismo idioma.

Ahora han crecido los siete, y no podrán hacerse la guerra, porque los siete son una sola persona.

Gianni Rodari

Domingo por la mañana

El señor César era muy rutinario.

Todos los domingos por la mañana se levantaba tarde, daba vueltas por casa en pijama y a las once se afeitaba, dejando abierta la puerta del baño.

Aquel era el momento esperado por su hijo Francisco, que tenía sólo seis años, pero manifestaba ya una inclinación por la medicina y la cirugía. Francisco tomaba el paquete de algodón hidrófilo, la botellita de alcohol des naturalizado, el sobre de los esparadrapos, entraba al baño y se sentaba en el taburete a esperar.

— ¿Qué hay?, pregunta el señor César, enjabonándose la cara.

Los otros días de la semana se afeitaba con la máquina eléctrica, pero el domingo usa todavía el jabón y las cuchillas. Francisco se torcía en el pequeño asiento, serio, sin responder.
— ¿Entonces?

— Bien –decía Francisco- puede ser que tú te cortes. Entonces yo te curaré.

— Ya –decía el señor César.

— Pero no te cortes a propósito como el domingo pasado –decía Francisco severamente-, a propósito no vale.

— De acuerdo –decía el señor César.

Pero cortarse sin hacerlo aposta no lo lograba. Intentaba equivocarse sin quererlo, pero es difícil y casi imposible. Hacía de todo para estar distraído, pero no podía. Finalmente, aquí o allá, el corte llegaba y Francisco podía entrar en acción. Secaba el hilo de sangre, desinfectaba, pegaba el esparadrapo. Así cada domingo el señor César regalaba un hilo de sangre a su hijo, y Francisco estaba convencido de ser útil a su distraído padre.



LAS MONJAS VIAJERAS

Un día las monas decidieron hacer un viaje de aprendizaje. Camina que camina, se pararon y una preguntó:

— ¿Qué es lo que se ve?

— La jaula de un león, el estanque de las focas y la casa de la jirafa.
— Qué grande es el mundo y qué instructivo es viajar.

Siguieron el camino y se pararon sólo al mediodía.


— ¿Qué es lo que se ve ahora?

— La casa de la jirafa, el estanque de las focas y la jaula del león.

— Qué extraño es el mundo y qué instructivo es viajar.

Se pusieron en marcha y se pararon sólo a la puesta del sol.

— ¿Qué hay para ver?

— La jaula del león, la casa de la jirafa y el estanque de las focas.

— Qué aburrido es el mundo: se ven siempre las mismas cosas. Y viajar no sirve precisamente para nada.

Claro: viajaban, viajaban, pero no habían salido de la jaula y no hacían más que dar vueltas en redondo como los caballos del tiovivo.

Gianni Rodari, Cuentos por teléfono